sábado, 22 de enero de 2022

RESURRECCIÓN

Antonio y Luis llevaban algo más de un mes ingresados en la misma habitación de la sala de Medicina Interna. Estaban ambos en la septuagésima década de la vida, esa en la que la salud suele dar a los mortales un aviso traidor que les obliga a tomarla en serio para el resto de su existencia.

La cama de la ventana la ocupaba Antonio, de carácter nervioso, actitud que durante los últimos cuarenta y cinco años, había modulado con tres cajetillas del "Gran Ansiolítico", lo que acabó granjeándole un cáncer pulmonar irresecable al que medicaban con quimioterapia paliativa. Luis, ubicado en la cama de la puerta, recobraba movilidad en su parte hemipléjica recién afectada por un ictus, pero sin conseguir recuperar la plena autonomía.

Los días de coexistencia y sus rasgos e historias análogas, añadidas a la situación límite que vivían, forjaron una intensa amistad y aprecio mutuo entre Luis y Antonio. Pero todo se truncó cuando la Espada de Damocles que pendía sobre ambos se desplomó por sorpresa sobre la cabeza de Antonio. Inesperadamente, murió una mañana.

En el momento del óbito Luis se había quedado solo en la habitación pues su enfermedad le impedía moverse; decidió permanecer junto a su compañero hasta que se lo llevaran. Pidió que corrieran la cortinilla que los separaba, pero se intuía todo. Se metió unos tapones en los oídos y se cubrió la cara con las sábanas para no ver ni enterarse de nada. Percibía la muerte de Antonio como el soldado siente la muerte del compañero en la batalla, sabiendo que es algo posible en toda guerra, pero que no aceptas hasta que ataca de pleno a alguien cercano, sobre todo si le aprecias. Cavilaba acerca de su relación con Antonio; pasaron ratos agradables compartiendo anécdotas. Sus respectivas familias habían congeniado. Presumía Luis de que a su edad había conseguido todo lo que había planeado, que no temería morirse ya, pero quería vivir más. Al ver a Antonio muerto sintió miedo por primera vez durante su ingreso. Estaba conmovido por su compañero, y por él mismo.


Exitus es el eufemismo utilizado por la Medicina para manifestar su completo fracaso: la muerte. Cuando ocurre, actúa en todo hospital un protocolo de evacuación para resolver el asunto con miramiento y respeto. En aquel sitio se encargaba de todo Paco "el de los muertos", celador del obituario, experto en el tema. Paco era dicharachero pero eficaz. Exhibía un rictus de seriedad con el que escondía los efectos de las, al menos tres, copas de brandy que engullía en sus turnos para disimular la escondida amargura que le provocaba un exceso de cotidianidad con la Parca. Laura ayudaba a Paco ese día a gestionar los exitus. Laura acababa de terminar la carrera de Historias. Su proyecto era conseguir un puesto de funcionaria que le proporcionara el jornal y así dedicarse a su pasión: la investigación independiente. Era nueva en aquel trabajo interino y le tocó lo peor: ayudante de Paco. Antonio iba a ser su primer cadáver.

Laura era valiente y atrevida. Pero aquel día no se quitaba de la cabeza a su padre que había perdido hace poco. Era anciano, podía fallecer, pero tenía asumido que le duraría siempre. Notaba una no creíble sensación de orfandad, pensaba que eso de sentirse querida y protegida a cambio de nada iba a durar toda la vida. Le aparecía su padre por todos los lugares, por los rincones de casa cuando ordenaba sus papeles que le devolvían los recuerdos de la época en que sucedieron. Le torturaba una sensación de culpa extraña y sin sentido, como de ser responsable de no haber evitado la muerte de papá, y que jamás entendió cuando se la contaban los amigos que ya habían pasado por el trance. Sintió asco durante la reciente celebración de una estúpida fiesta importada cuando veía a niños disfrazados de mamarrachos y a jóvenes de asquerosos, trivializando esos sentimientos. Pero en aquellos momentos en que se dirigía a recoger a Antonio, Laura atenuaba la tristeza por el recuerdo de su padre con el deseo de que su trabajo se desarrollara con normalidad.

Paco y Laura llegaron a la sala para recoger al muerto. Paco alentaba a Laura advirtiéndole que iba a ser algo rápido, sencillo y rutinario. Mientras Paco gestionaba desde el mostrador de enfermería la burocracia del exitus, Laura, simulando tranquilidad, se dirigió a la habitación para ir adelantando. Al entrar se extrañó de que no hubiera nada preparado, incluso el gotero seguía destilando su gota. Comenzó a quitar los frenos de la cama y a arrimarla para sacar el cuerpo. Luis, al notar que le trajinaban, sin destaparse la cara, extrajo su mano por el lateral de su tapadera y enganchó de un brazo a Laura, preguntándole con una voz sepulcral debida a su boca obstruida: ¿Oiga, a mí donde me lleva? Al sentirse atrapada, y no pensando en otra explicación posible de que el cadáver le hablara que la resurrección de los muertos, Laura soltó un grito de terror, salió de la habitación a todo meter, hasta que tropezó con unos sillones estropeados que había en el pasillo, cayendo en brazos de Paco que se acercaba hacia ella. Vamos, que si no le paran y le explican que se había confundido de cama ¡aún estaría corriendo!

domingo, 26 de diciembre de 2021

EL PUEBLO DE LOS HIJOS DE PUTA

Era aquel pueblo como los demás pueblos. como todos los pueblos del mundo. Un pueblo corriente, diríamos. Los constructores de pueblos lo situaron en la mejor ubicación. Un sitio muy especial para el disfrute y la armonía. Sin embargo todo cambió cuando el lugar fue infestado de gente. De gente normal, de gente corriente. Gente parecida a la de todos los pueblos y ciudades del mundo.


La vida que sus habitantes nos gastamos hoy consiste en disfrutar molestando al vecino. Envidiarnos mutuamente. Dar palmaditas en la espalda del amigo, del mismo amigo al que ponemos a parir cuando se da la vuelta. Adulamos al de arriba humillando al de abajo. El egoísmo y la hipocresía predomina.

Somos así desde niños. Nos suprimieron enseñanzas inútiles, tales como las obsoletas diez normas básicas de convivencia, aquellas que aleccionaban a respetar a los demás, y que nos mostraban la equivalencia entre los hombres. Fue más práctico sustituirlas por el aprendizaje del parchís. Ahora sabemos que con ayuda de la suerte, comiendo y matando, podemos ser el ganador. Son las cosas de la gente corriente. Las cosas del hatajo de cabrones que vivimos en el pueblo.


Cuentan que un día apareció por el lugar un afamado. Venía de otro mundo. El sabio quiso convencerles de que cooperar entre ellos facilitaba el progreso, mucho más que la disputa. Ayudarse induce retroalimentación, era su lema. Y luego, les explicó el significado de aquella palabra larga y rimbombante: si uno ayuda a otro a avanzar, el avance del otro facilita el progreso del uno, les enseñó. Así fue como los pueblos de su mundo alcanzaron la excelencia, dijo.

Les convenció el filósofo, pero no sabían cómo poner en práctica aquella ciencia.


Después de mucho meditar, la asamblea del pueblo decidió hacer el experimento aplicándola un día al año, y comprobar qué pasaba. Ese día procurarían no ser tan hijos de puta como lo solían ser el resto del año.

Los organizadores pensaron que el día más apropiado para celebrar el jolgorio sería ese que la naturaleza determina como el más triste, el de menos luz solar del año. Para que la alegría que surgiera, saliera toda de dentro de las almas. Y tal cual se hizo. Y fue todo un éxito. Tanto que se repitió al año siguiente, y al otro. Y a lo largo de los siglos.


Así surgió el espíritu del Solsticio de Invierno: simulamos amar al prójimo; nos reunimos con la familia, soportando durante el banquete las cotorrerías de las cuñadas, verdaderas atletas profesionales de la lengua; aguantamos pacientes las impertinencias de los niños hijos de otros; vaciamos los talleres de desguace humano, donde el resto del año encerramos a los viejitos molestos; telefoneamos a parientes y amigos lejanos deseándoles felicidad; nos hacemos regalos unos a otros, trastos inservibles que compramos estimulados por el son de pegadizas pachangas compuestas a propósito para fiesta.


El compromiso dura sólo un día. Pero es bueno tener ese día. ¡Algo queda para siempre! ...

viernes, 10 de diciembre de 2021

RITALÍN

 Ritalín nació a mediados del siglo XX en una ciudad mediterránea capital de su provincia. Sus padres se habían trasladado a la urbe debido a sus respectivos trabajos. Eran los primeros miembros de sus familias que, desde hace siglos, no se dedicaban al campo como profesión. Padres niños de la guerra, educaban a Ritalín y demás hijos sin el tradicional autoritarismo, pero con responsabilidad; sin mimos, pero con el suficiente cariño.

Ritalín heredó el nombre de su abuelo Emeterio. A éste le había caído del santoral de su día natalicio. era costumbre ancestral de los pueblos nominar al nacido lo más raramente posible para distinguir al designado, ya que casi todos compartían los mismos apellidos. Mezclando apócope con diminutivo, Emeterio degeneró en aquel ridículo Ritalín que, ni a él mismo le gustaba. a sus seis años recién cumplidos, se rebelaba contra su sobrenombre, exigiendo que se llamara por su título original.

En aquella época, todos los niños urbanitas tenían "su pueblo". Solía tratarse del sitio de donde descendían sus padres. Para otros, "su pueblo" era el lugar de veraneo. Y algunos de los que no tenían "pueblo" se lo inventaban. Estaba claro que para él "su pueblo" era el de su origen genealógico.

Ritalín visitaba su pueblo en los periodos vacacionales o por algún compromiso social. Él y su familia eran acomodados en casa de alguno de sus parientes: abuelos, tíos, primos, etcétera. De igual modo, su casa en la ciudad era parada y fonda para aquellos mismos parientes, a los que se instalaba cuando acudían a la capital para gestiones, compras u otros motivos. Visitas que alegraban el día a los niños de la casa.


El verano de aquel año tocó pasarlo en casa de unos tíos. La familia de Ritalín llegó al pueblo a principios de julio. Los días eran idénticos. Sesión playera matinal. Comida en familia. Y siesta impuesta. Para Ritalín la siesta era fastidiosa, le sobraba sueño. Hermanos y primos armaban bulla. Hasta que un día Ritalín decidió sustituir la siesta por un paseo exploratorio en solitario.

Tenía memoria y orientación. Sabía que no se iba a perder. quería investigar las afueras, el campo. Allí donde iban sus parientes mayores a trabajar. Él los acompañaba en ocasiones. Pero esta vez quería hacerlo por su cuenta.

Salió Ritalín de casa directo a meterse en su aventura. Recorrió caminos de la vega norte, cruzándose con algún labrador, extrañado. Entró en una huerta para ver las enredaderas en las que crecían judías. Saliéronle a recibir dos perros guardianes que le dieron un buen susto, pero retrocedieron al percibir que era inofensivo. Llegó a las dunas junto al mar donde por aquellos días se recolectaban los tomates. Siguiendo por la playa arribó a la desmbocadura del río. Ascendió contracorriente por la alameda que bordeaba la ribera, paseo preferido, según su padre, del otro abuelo, el que no conoció. Arribó al puente y cruzó a la otra orilla. reconoció las carreteras por las que circulaba montando en el carro de su tío; incluso lo había conducido por allí, cuando le dejaban que manejara las riendas; no pensaba que el borrico era tan listo como para conocerse la ruta al dedillo y seguir su camino sin necesidad de atender indicaciones. Atravesó Ritalín campos de naranjos y otros de hortalizas. llegó hasta las marismas de los confines del término en las que las espigas de arroz perdían su verdor para amarillear camino de la siega, marcando el avance del verano. Desde allí, Ritalín decidió volver hacia el río, que vertebraba a la villa y facilitaba su orientación. Hasta que tropezó con el azud, la represa que dirigía el reparto de aguas hacia las acequias, responsables de la riqueza agrícola. Le resultó interesante la distribución del líquido hacia unos pequeños cauces, distintos al del río. Podía diferenciar lo construido porla naturaleza y lo otro, similar a lo que fabricaban los albañíles de las obras. Se paró a contemplar cómo el agua salía y se distribuía a través de los distintos canales. Las acequias eran geométricas, artificiales. ¿Habría construido alguien también el río? Se preguntaba Ritalín. ¿Para qué querrían desviar las aguas? Aquello no llegaba a entenderlo aún, no le habían explicado todavía en el colegio que el regadío convirtió las vegas en vergeles.


En casa había pasado la hora de la siesta. Ritalín no estaba en ningún sitio. Le buscaron por el barrio. Su madre salió a la calle y le llamó, gritando su nombre, tal como era la costumbre de todas las madres de pueblo cuando requerían a sus vástagos, invariablemente a la hora de las comidas. No contestó. No se le veía por ninguna parte. Se empezaron a preocupar. Había desaparecido, estaba claro. Se habría escapado y se habría perdido. No era posible más temible para aquellos tiempos. Se organizaron batidas. Sus padres, sus tíos, sus primos mayores e incluso varias vecinas ociosas se organizaron para recorrer el pueblo y sus afueras en búsqueda de Ritalín.

Absorto en la contemplación de las maravillas de la técnica hidráulica le descubrió Manolita, la más cotilla del barrio y cabecilla de una de las partidas de búsqueda. ¡Ritalín! ¿qué haces ahí? Le gritó. Para, seguidamente avisar a todos de que le había encontrado. ¿Le había encontrado? ¡si él no se había perdido!, pensó Ritalín. Se le había hecho tarde porque los largos días de principios de julio despistan, pero pensaba en volver a casa cuando le descubrieron.

La imaginación del populacho propagó el bulo de que Ritalín, no sólo se había perdido, sino que le habían encontrado a punto de ahogarse. ¡El!, que siempre supo nadar; que no tenía noción de haber aprendido, igual que de andar; le enseñó su padre en la playa cuando era bebé. Aquello le molestó mucho, más que la bronca que le echaron sus progenitores una vez calmados. Incluso más que el tremendo zapatillazo que su madre estampó en sus posaderas cuando, chulescamente, alardeó de que no se había perdido, de que sólo había salido a dar un paseo.


¡Aquel tremendo zapatillazo de 1960 sería en 2021, la dosis diaria de RITALÍN!

sábado, 27 de noviembre de 2021

CON SIGO

Aquel invierno decidió concluir su obra magna. Contar su vida y experiencias. Leer las historias de hombres o mujeres excepcionales lo consideraba algo vulgar. Transmitir lo que piensan, sienten o viven los seres triviales como él podría ser más atrayente que las rarezas de los genios, pensaba.
Se levantaba al amanecer, cargaba su portátil y paseaba hasta aquella guarida de la que, desde hace años, disfrutaba en las afueras de la ciudad. Pasaba el día en su casita de aperos cambiada a residencia veraniega, edificada en la ladera de una colina repleta de vegetación silvestre, pero rodeada de frutales, un huertecillo y unas cuantas gallinas.
Su pequeña hacienda le recordaba a la misteriosa isla con que le regalaba el fonso de pantalla de inicio en su ordenador. lugar inhóspito, solitario y misterioso. El sueño de todo antisociable aventurero. Como él. Consideraba a la aventura como la exploración y explotación de los recursos de la vida. Nunca la confundió con la imprudencia. Lo primero que aseguraba en sus correrías era el "billete de vuelta". Seguido de un lugar cómodo para las noches y otro decente para excrementar. El espacio de aquella inquietante foto no cumplía ninguna condición de las pretendidas.
Dicen que sólo los espíritus excelentes gozan de la soledad, pero la verdad es que tal vez no les queda más remedio. Él disfrutaba de su pequeño retiro, pero la verdadera solitude sería sublime en el islote, creyó. Como la que sintió cuando, único transeúnte de calles vacías y nevadas de Boston en un día de Acción de Gracias, adivinaba el bullicio de las reuniones familiares que se exhibían desde las ventanas. O en otra jornada del mismo viaje al visitar las Vegas, donde había conseguido barata una inmensa habitación de un gran hotel con una cama de tres por tres destinada a soportar concurridas orgías, y en la que durmió solo. le tentaba el aislamiento total como el del islote, sin rebaños que puedan pisar su yerba.
La tundra helada que cubría el triángulo isleño le evocaba las jornadas invernales y húmedas que incomodaban a sus musas. Soñaba con ese calentamiento que los tiburones energéticos auguraban. el atemorizado rebaño no reparaba en que todo dios se iba a convertir en caribeño, recreado por la tranquilidad, el buen ron y el sexo sin tapujos. Y al islón lo transformaría en tahitiano. aunque rotundamente, el futuro del planeta le importaba un carajo: ese futuro no había hecho nada por él, ni lo haría jamás, decía.
Cuando observaba al coro de gallinas que le entretenían, sabía que habrían sobrevivido en aquel triángulo exótico. Esas pobres reinas del reciclaje, devoraban toda la basura orgánica que encontraban, incluso las heces propias y las de los perros okupas. De vez en cuando les leía sus escritos a las pitas. Pero su crítica no era fiable: se tragaban cualquier mierda.
Aquellos arbustos otoñales que aparecían en la delta flotante de su ordenador no mejoraban a la vegetación silvestre que rodeaba a su hacienda. Ni a los árboles frutales que él cuidaba y que daban frutos cuando querían. A veces, las naranjas se negaban a brotar, seguramente porque no eran polinizadas sus flores. Las abejas se vengaban de las duchas con flit insecticida con el que rociaba los enjambres del tejado.
Había plantado las habas el día de su cumpleaños. ¡Tú naciste el día que se planta la faba!, le decía su abuelo el labrador. Las sembraba todos los años, esperando recolectarlas en la pascua siguiente. No habrían crecido en el solitario paraje de la foto. Aplicaba los métodos definidos por el estúpido oxímoron que sirve para engañar a unos cuantos ilusos especímenes del rebaño: la agricultura ecológica. esos que se creen inmortales gozando de degustar alimentos semipodridos plagados de coliformes. Los pinos, carrascas y maleza de la colina criticaban a las habas, que alteraban absolutamente el equilibrio ecológico del lugar, como cualquier cultivo. Sólo lo salvaje y virgen, tal cual la isla, es ecológico. Pero da poco que comer.
Cuando tuvo su aventura literaria casi completa se la recitó a los árboles, a las hortalizas, a las gallinas, a un jabalí que le visitaba, incluso a los arbustos nevados de su pantalla. Nadie le hizo caso. Sólo le quedaba adherirse al rebaño para que alguien tuviera en cuenta su alegato. Vivir en aquella isla no sería razonable.

domingo, 21 de noviembre de 2021

El tranvía ya había recorrido la mitad de su trayecto cuando tú llegaste a él. Lucías un cuerpo apretado dentro de tu inmensa juventud, aquella juventud que es una desgracia cuando no se acompaña de todo lo demás. Nos pudimos acercar, nos rozamos y nos dimos.

La instrucción enseña a uno, sólo a uno, el otro no aprende nada. Siempre me pareció más intensa e interesante la indagación, que della aprendemos todos, dijo el diablo. Aun así, te hice a mi modo, te dominé, por eso te quise.

Comimos perdices, mangos, pastel de pescado. Bebimos cerveza, vino, agua mineral. Fuimos a París, a aquel sitio en el que nos sirvieron sopas de plástico, visitadas por cucarachas traviesas. Pero cuando llegamos a la isla yo ya pedía que bajaran el volumen de la música; mientras, tú bailabas.

Crecieron los abedules y los elefantes. Los naranjos nos regalaban con sus frutos todos los otoños, si querían. Sentimos terremotos, inundaciones, desgracias. Juntos. el río siguió sus curso irremediable, a veces rojo, a veces azul. Llegando al mar veo como tú emerges desde la colina. Ahora eres mi Electra.

Mientras maduras, me pudro. Pero piensa que las biznagas tienen todas los mismos jazmines.

viernes, 12 de noviembre de 2021

TU CUERPO ES BELLO

Paseaba por la playa como todas las mañanas. Había llegado ya hasta el lugar dónde habitualmente decidía volverse. El punto lo marcaba un letrero con un mensaje provocador al que siempre quiso responder pero no se le ocurría cómo. Rezaba: TU CUERPO ES BELLO, NO TE AVERGÜENCES DE ÉL. Y es que Antonio, que lució cuerpo airoso en su juventud, notaba ya como el paso del tiempo se lo iba orangutanizando. La frescura de la brisa y la luz mediterránea de aquel día invitaban a proseguir el camino, así que decidió traspasar su límite habitual por primera vez.
Con curiosidad no confesada, entró en el campo nudista. Antonio solía cubrirse sólo con una escueta braga Turbo sobre la que descansaba una lorza abdominal que le partía del ombligo. pero su convencimiento era de no sacar el pajarito más que para lo estrictamente necesario; quizá temía que un escualo se lo pudiera mutilar de un mordisco. Además, en Antropología le habían explicado que la vergüenza es un sentimiento encaminado a proteger los genitales del mono erguido, que los exhibe en primer plano; no como los peros o los gatos, a los que hay que levantar el el rabo para vérselos. Lo natural, pues, sería la hoja de parra, hoy evolucionada hacia tangas y gayumbos. Así, entre andar a cuatro patas o conservar puesta su olímpica braga, optó por lo segundo.
Al mirar de frente se echó a la cara a varios varones con su ariete en ristre al que, buscando que cundiera, masajeaban con disimulo de vez en cuando; aunque algunos lo hacían con tanto ahínco que resultaban bastante cochinos. Merodeaban a un grupo de teintaañeras que, con espontaneidad, lucían sus emergentes tetas recién siliconadas de cuyo ápice brotaba un voluptuoso pitón "vitorino" que contrastaban con sus bajos, rapados al estilo del cogote de un marine americano.
Siguió Antonio avanzando por la orilla. En eso, divisó a un cachalote tumbado panza arriba cuya barriga finalizaba en una enorme huevera que descansaba sobre la arena. De aquel escroto surgían relucientes destellos que deslumbraban al transeúnte. Sintió curiosidad por averiguar el origen de aquel resplandor, se acercó disimulando la mirada tras las gafas oscuras, descubriendo un bosque de argollas y pendientes con los que el cetáceo de los huevos de oro se había pinchado los cojones.
Continuando el paseo le aparece, agitándosela disimuladamente con su mano diestra, el vecino del sexto al que no veía desde antes de las vacaciones que, al reconocerle, y le saluda efusivamente ofreciéndole, educado, aquella misma mano con la que se sacudía el aparato en los instantes previos. ¿Ahora qué hago? se preguntó Antonio. ¡Nada!, normalidad, resignación y adelante.
Otro cuadro de aquella exposición lo componía una individua de mediana edad que, a pesar de estar en sus días difíciles, no quería renunciar a la playa. yacía tumbada sobre la arena, espatarrada de manera que mostraba un cordelito saliendo de la profundidad de sus entrañas. A Antonio se le antojó aquello el interruptor de la lámpara de su mesilla de noche. Hasta sintió la tentación de tirar del hilo a ver si se encendía aquella maripili. Pero renunció al imaginar lo que iba a salir del pozo si le quitaba el tapón.
A continuación contempló la exhibición que, de sus cuerpos decadentes, realizaban dos parejas de hippies de primera generación. A ellas, el pincel sexual no le ponía pegas a la incontinencia; y de su tórax surgían unas mamas semejantes a un par de calcetines con una moneda de a euro dentro. Ellos mostraban su degradación morfológica desde unas sillas playeras sobre las que restregaban sendas coliflores hemorroidales.
Un poco alucinado ya, decidió volver sobre sus pasos. Aún pudo ver, encima de la duna, a un seminudista, con cara y cuerpo de sapo él, luciendo una camiseta de hincha futbolero como única prenda, de cuyos bajos sobresalía su "don del arcángel san gabriel". Aquella antítesis del David, puesto en jarras sobre el improvisado pedestal luciendo su inmenso cipote parecía gritarnos: ¡mirad, así de grande la tenemos los del Valencia club de fútbol! Que también es mala suerte, pensó antonio, que sólo allí pudiera lucir aquel hombre el único encanto con que le había premiado la naturaleza.
Acercándose ya de nuevo al letrero que le había dado paso a la verbena, observó a una joven pareja de padres despelotados que, con toda naturalidad jugaban con sus dos cachorros, también en pelotas. En contraste, una familia textil que no había encontrado mejor sitio para instalarse en los seis kilómetros de playa restantes, montaba su jaima junto aquellos. Un don Ulises exhibía su brillante discapacidad capilar y cubría sus vergüenzas con un meyba modelo Fraga en Palomares; una doña Sinforosa distribuía sobre la mesa plegable un montón de fiambreras (que así se denominaban los tapergüeres en la época del Tebeo); mientras, una doña filomena, la abuela, cuidaba de lolines, merceditas y policarpitos; todos vestidos; únicamente Treski mostraba su desnudez.
Ya estaba Antonio junto al letrero otra vez. Lo volvió a leer. Entonces se agachó y, con su dedo índice escribió sobre la arena: LAS SEÑALES DEL ABSURDO SE ADAPTAN A LOS TIEMPOS.
Conforme con lo que le había ocurrido, se alejó contento. y ahí quedó su sentencia todo el tiempo... el tiempo que tardó una ola impertinente en borrarla.

domingo, 7 de noviembre de 2021

SANTOS INOCENTES

Esperaban la decisión. El litigio lo suscitaba un viejo mamoncete al que ese día sacaron de su mundo, el de diario y de los festivos, mundo de deseducación a manos de gente anciana, propicia, pero no natural. Estaba incómodo el infante, acostumbrado a ser el núcleo, allí, donde era una justificación. Se rebeló. Arrojó su molesto estrépito con el que la naturaleza dota a los mamíferos menos dotados para conseguir atención inmediata.

Los funcionarios, casados y solteros, hombres y mujeres, con o sin hijos, tras las puertas de los despachos que daban a aquel foro, intentaban pensar sin conseguirlo. Nunca se sintieron tan incompetentes. Ni cuando soportaban las mayores discusiones entre adultos. Aquella súplica sonaba tal como vuelo rasante sobre sus neuronas. Golpeaba sus cráneos como un martillo neumático. Hasta que uno, sólo uno, estalló. Abrió la puerta y salió gritando: ¡HERODES! ¡GRANDE! ¡TÚ SÍ QUE FUISTE GRANDE!...