viernes, 12 de noviembre de 2021

TU CUERPO ES BELLO

Paseaba por la playa como todas las mañanas. Había llegado ya hasta el lugar dónde habitualmente decidía volverse. El punto lo marcaba un letrero con un mensaje provocador al que siempre quiso responder pero no se le ocurría cómo. Rezaba: TU CUERPO ES BELLO, NO TE AVERGÜENCES DE ÉL. Y es que Antonio, que lució cuerpo airoso en su juventud, notaba ya como el paso del tiempo se lo iba orangutanizando. La frescura de la brisa y la luz mediterránea de aquel día invitaban a proseguir el camino, así que decidió traspasar su límite habitual por primera vez.
Con curiosidad no confesada, entró en el campo nudista. Antonio solía cubrirse sólo con una escueta braga Turbo sobre la que descansaba una lorza abdominal que le partía del ombligo. pero su convencimiento era de no sacar el pajarito más que para lo estrictamente necesario; quizá temía que un escualo se lo pudiera mutilar de un mordisco. Además, en Antropología le habían explicado que la vergüenza es un sentimiento encaminado a proteger los genitales del mono erguido, que los exhibe en primer plano; no como los peros o los gatos, a los que hay que levantar el el rabo para vérselos. Lo natural, pues, sería la hoja de parra, hoy evolucionada hacia tangas y gayumbos. Así, entre andar a cuatro patas o conservar puesta su olímpica braga, optó por lo segundo.
Al mirar de frente se echó a la cara a varios varones con su ariete en ristre al que, buscando que cundiera, masajeaban con disimulo de vez en cuando; aunque algunos lo hacían con tanto ahínco que resultaban bastante cochinos. Merodeaban a un grupo de teintaañeras que, con espontaneidad, lucían sus emergentes tetas recién siliconadas de cuyo ápice brotaba un voluptuoso pitón "vitorino" que contrastaban con sus bajos, rapados al estilo del cogote de un marine americano.
Siguió Antonio avanzando por la orilla. En eso, divisó a un cachalote tumbado panza arriba cuya barriga finalizaba en una enorme huevera que descansaba sobre la arena. De aquel escroto surgían relucientes destellos que deslumbraban al transeúnte. Sintió curiosidad por averiguar el origen de aquel resplandor, se acercó disimulando la mirada tras las gafas oscuras, descubriendo un bosque de argollas y pendientes con los que el cetáceo de los huevos de oro se había pinchado los cojones.
Continuando el paseo le aparece, agitándosela disimuladamente con su mano diestra, el vecino del sexto al que no veía desde antes de las vacaciones que, al reconocerle, y le saluda efusivamente ofreciéndole, educado, aquella misma mano con la que se sacudía el aparato en los instantes previos. ¿Ahora qué hago? se preguntó Antonio. ¡Nada!, normalidad, resignación y adelante.
Otro cuadro de aquella exposición lo componía una individua de mediana edad que, a pesar de estar en sus días difíciles, no quería renunciar a la playa. yacía tumbada sobre la arena, espatarrada de manera que mostraba un cordelito saliendo de la profundidad de sus entrañas. A Antonio se le antojó aquello el interruptor de la lámpara de su mesilla de noche. Hasta sintió la tentación de tirar del hilo a ver si se encendía aquella maripili. Pero renunció al imaginar lo que iba a salir del pozo si le quitaba el tapón.
A continuación contempló la exhibición que, de sus cuerpos decadentes, realizaban dos parejas de hippies de primera generación. A ellas, el pincel sexual no le ponía pegas a la incontinencia; y de su tórax surgían unas mamas semejantes a un par de calcetines con una moneda de a euro dentro. Ellos mostraban su degradación morfológica desde unas sillas playeras sobre las que restregaban sendas coliflores hemorroidales.
Un poco alucinado ya, decidió volver sobre sus pasos. Aún pudo ver, encima de la duna, a un seminudista, con cara y cuerpo de sapo él, luciendo una camiseta de hincha futbolero como única prenda, de cuyos bajos sobresalía su "don del arcángel san gabriel". Aquella antítesis del David, puesto en jarras sobre el improvisado pedestal luciendo su inmenso cipote parecía gritarnos: ¡mirad, así de grande la tenemos los del Valencia club de fútbol! Que también es mala suerte, pensó antonio, que sólo allí pudiera lucir aquel hombre el único encanto con que le había premiado la naturaleza.
Acercándose ya de nuevo al letrero que le había dado paso a la verbena, observó a una joven pareja de padres despelotados que, con toda naturalidad jugaban con sus dos cachorros, también en pelotas. En contraste, una familia textil que no había encontrado mejor sitio para instalarse en los seis kilómetros de playa restantes, montaba su jaima junto aquellos. Un don Ulises exhibía su brillante discapacidad capilar y cubría sus vergüenzas con un meyba modelo Fraga en Palomares; una doña Sinforosa distribuía sobre la mesa plegable un montón de fiambreras (que así se denominaban los tapergüeres en la época del Tebeo); mientras, una doña filomena, la abuela, cuidaba de lolines, merceditas y policarpitos; todos vestidos; únicamente Treski mostraba su desnudez.
Ya estaba Antonio junto al letrero otra vez. Lo volvió a leer. Entonces se agachó y, con su dedo índice escribió sobre la arena: LAS SEÑALES DEL ABSURDO SE ADAPTAN A LOS TIEMPOS.
Conforme con lo que le había ocurrido, se alejó contento. y ahí quedó su sentencia todo el tiempo... el tiempo que tardó una ola impertinente en borrarla.

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