sábado, 27 de noviembre de 2021

CON SIGO

Aquel invierno decidió concluir su obra magna. Contar su vida y experiencias. Leer las historias de hombres o mujeres excepcionales lo consideraba algo vulgar. Transmitir lo que piensan, sienten o viven los seres triviales como él podría ser más atrayente que las rarezas de los genios, pensaba.
Se levantaba al amanecer, cargaba su portátil y paseaba hasta aquella guarida de la que, desde hace años, disfrutaba en las afueras de la ciudad. Pasaba el día en su casita de aperos cambiada a residencia veraniega, edificada en la ladera de una colina repleta de vegetación silvestre, pero rodeada de frutales, un huertecillo y unas cuantas gallinas.
Su pequeña hacienda le recordaba a la misteriosa isla con que le regalaba el fonso de pantalla de inicio en su ordenador. lugar inhóspito, solitario y misterioso. El sueño de todo antisociable aventurero. Como él. Consideraba a la aventura como la exploración y explotación de los recursos de la vida. Nunca la confundió con la imprudencia. Lo primero que aseguraba en sus correrías era el "billete de vuelta". Seguido de un lugar cómodo para las noches y otro decente para excrementar. El espacio de aquella inquietante foto no cumplía ninguna condición de las pretendidas.
Dicen que sólo los espíritus excelentes gozan de la soledad, pero la verdad es que tal vez no les queda más remedio. Él disfrutaba de su pequeño retiro, pero la verdadera solitude sería sublime en el islote, creyó. Como la que sintió cuando, único transeúnte de calles vacías y nevadas de Boston en un día de Acción de Gracias, adivinaba el bullicio de las reuniones familiares que se exhibían desde las ventanas. O en otra jornada del mismo viaje al visitar las Vegas, donde había conseguido barata una inmensa habitación de un gran hotel con una cama de tres por tres destinada a soportar concurridas orgías, y en la que durmió solo. le tentaba el aislamiento total como el del islote, sin rebaños que puedan pisar su yerba.
La tundra helada que cubría el triángulo isleño le evocaba las jornadas invernales y húmedas que incomodaban a sus musas. Soñaba con ese calentamiento que los tiburones energéticos auguraban. el atemorizado rebaño no reparaba en que todo dios se iba a convertir en caribeño, recreado por la tranquilidad, el buen ron y el sexo sin tapujos. Y al islón lo transformaría en tahitiano. aunque rotundamente, el futuro del planeta le importaba un carajo: ese futuro no había hecho nada por él, ni lo haría jamás, decía.
Cuando observaba al coro de gallinas que le entretenían, sabía que habrían sobrevivido en aquel triángulo exótico. Esas pobres reinas del reciclaje, devoraban toda la basura orgánica que encontraban, incluso las heces propias y las de los perros okupas. De vez en cuando les leía sus escritos a las pitas. Pero su crítica no era fiable: se tragaban cualquier mierda.
Aquellos arbustos otoñales que aparecían en la delta flotante de su ordenador no mejoraban a la vegetación silvestre que rodeaba a su hacienda. Ni a los árboles frutales que él cuidaba y que daban frutos cuando querían. A veces, las naranjas se negaban a brotar, seguramente porque no eran polinizadas sus flores. Las abejas se vengaban de las duchas con flit insecticida con el que rociaba los enjambres del tejado.
Había plantado las habas el día de su cumpleaños. ¡Tú naciste el día que se planta la faba!, le decía su abuelo el labrador. Las sembraba todos los años, esperando recolectarlas en la pascua siguiente. No habrían crecido en el solitario paraje de la foto. Aplicaba los métodos definidos por el estúpido oxímoron que sirve para engañar a unos cuantos ilusos especímenes del rebaño: la agricultura ecológica. esos que se creen inmortales gozando de degustar alimentos semipodridos plagados de coliformes. Los pinos, carrascas y maleza de la colina criticaban a las habas, que alteraban absolutamente el equilibrio ecológico del lugar, como cualquier cultivo. Sólo lo salvaje y virgen, tal cual la isla, es ecológico. Pero da poco que comer.
Cuando tuvo su aventura literaria casi completa se la recitó a los árboles, a las hortalizas, a las gallinas, a un jabalí que le visitaba, incluso a los arbustos nevados de su pantalla. Nadie le hizo caso. Sólo le quedaba adherirse al rebaño para que alguien tuviera en cuenta su alegato. Vivir en aquella isla no sería razonable.

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