domingo, 26 de diciembre de 2021

EL PUEBLO DE LOS HIJOS DE PUTA

Era aquel pueblo como los demás pueblos. como todos los pueblos del mundo. Un pueblo corriente, diríamos. Los constructores de pueblos lo situaron en la mejor ubicación. Un sitio muy especial para el disfrute y la armonía. Sin embargo todo cambió cuando el lugar fue infestado de gente. De gente normal, de gente corriente. Gente parecida a la de todos los pueblos y ciudades del mundo.


La vida que sus habitantes nos gastamos hoy consiste en disfrutar molestando al vecino. Envidiarnos mutuamente. Dar palmaditas en la espalda del amigo, del mismo amigo al que ponemos a parir cuando se da la vuelta. Adulamos al de arriba humillando al de abajo. El egoísmo y la hipocresía predomina.

Somos así desde niños. Nos suprimieron enseñanzas inútiles, tales como las obsoletas diez normas básicas de convivencia, aquellas que aleccionaban a respetar a los demás, y que nos mostraban la equivalencia entre los hombres. Fue más práctico sustituirlas por el aprendizaje del parchís. Ahora sabemos que con ayuda de la suerte, comiendo y matando, podemos ser el ganador. Son las cosas de la gente corriente. Las cosas del hatajo de cabrones que vivimos en el pueblo.


Cuentan que un día apareció por el lugar un afamado. Venía de otro mundo. El sabio quiso convencerles de que cooperar entre ellos facilitaba el progreso, mucho más que la disputa. Ayudarse induce retroalimentación, era su lema. Y luego, les explicó el significado de aquella palabra larga y rimbombante: si uno ayuda a otro a avanzar, el avance del otro facilita el progreso del uno, les enseñó. Así fue como los pueblos de su mundo alcanzaron la excelencia, dijo.

Les convenció el filósofo, pero no sabían cómo poner en práctica aquella ciencia.


Después de mucho meditar, la asamblea del pueblo decidió hacer el experimento aplicándola un día al año, y comprobar qué pasaba. Ese día procurarían no ser tan hijos de puta como lo solían ser el resto del año.

Los organizadores pensaron que el día más apropiado para celebrar el jolgorio sería ese que la naturaleza determina como el más triste, el de menos luz solar del año. Para que la alegría que surgiera, saliera toda de dentro de las almas. Y tal cual se hizo. Y fue todo un éxito. Tanto que se repitió al año siguiente, y al otro. Y a lo largo de los siglos.


Así surgió el espíritu del Solsticio de Invierno: simulamos amar al prójimo; nos reunimos con la familia, soportando durante el banquete las cotorrerías de las cuñadas, verdaderas atletas profesionales de la lengua; aguantamos pacientes las impertinencias de los niños hijos de otros; vaciamos los talleres de desguace humano, donde el resto del año encerramos a los viejitos molestos; telefoneamos a parientes y amigos lejanos deseándoles felicidad; nos hacemos regalos unos a otros, trastos inservibles que compramos estimulados por el son de pegadizas pachangas compuestas a propósito para fiesta.


El compromiso dura sólo un día. Pero es bueno tener ese día. ¡Algo queda para siempre! ...

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