domingo, 25 de diciembre de 2011

“Y SIN EMBARGO SE MUEVE…” (LAS FUNDACIONES DE INVESTIGACIÓN, Y OTROS EMBROLLOS)

La Verdad, esa herramienta que utilizamos para explicar los hechos, fue controlada desde la antigüedad y durante centurias a través de la religión. En el siglo XVII (hace nada), la Santa Inquisición seguía encargándose en Europa de garantizar la ortodoxia. El tribunal del Santo Oficio juzgaba y condenaba a todo aquel que se salía del orden.

En ese contexto, para salvarse de la quema, Galileo Galilei tuvo que renunciar a sus creencias ante el susodicho tribunal. Lo hizo de forma oficial, pero él siguió creyendo en el heliocentrismo. Pronunció su famosa frase: “…y sin embargo, se mueve (la tierra alrededor del sol, y no a la inversa).

Este hecho será cierto o leyenda. Pero lo que está claro es que el pronunciamiento de la frase representa simbólicamente el punto de inflexión en que el monopolio de la Verdad comenzó a dejar de ser patrimonio de la Religión y, poco a poco, fue pasando a ser dominio de la Ciencia (al menos en Occidente).

Se dijo aquello de que la verdad es la verdad dígala Agamenón o su porquero. Lo decía Juan de Mairena, apócrifo de Antonio Machado (aunque el porquero no se quedó muy conforme). Seguramente el porquero pensaba que la Verdad, más que ser algo sagrado, es la vía que ha servido demasiadas veces para que los unos puedan controlar y oprimir a los otros.

Por eso en los últimos tiempos, la humanidad se ha sublevado contra ese valor dogmático de la Verdad. Aparecen corrientes que consideran su significado de forma relativa, que cualquier Verdad podría ser aceptada.  Dicen algunos adoradores de la ortodoxia que ese lío (llamado Relativismo), eso de que una idea pueda ser tan cierta como sus contrarias, está llevando a que la civilización occidental no sepa a qué atenerse, a una pérdida de sus valores y de rumbo. Y no faltan críticos a tal situación, el más conocido de ellos es Ratzinger al que habría que recordarle que el primer relativista fue aquel que dijo aquello de que Yo soy la verdad” o mi Reino no es de este mundo” (vamos, que la Verdad no es de este mundo), y que acabó creando el puesto que ocupó el mismísimo Ratzinger.

Pero, a pesar de la liberalización de la Verdad universal, la Verdad científica  sigue inamovible. Curiosamente, en nuestra época en la que nadie cree en Dios ni en las iglesias, ni creemos en el Estado ni en la política, ahora que no creemos en casi nada, que somos todos agnósticos y ácratas, pues resulta que las verdades de la ciencia nos las creemos a pies juntillas, sin rechistar.

No nos cabe duda de que la ciencia, y su derivada la técnica, son la obra humana que mayormente ha contribuido al progreso y bienestar de la humanidad. Pero la adoración a la ciencia ha dado lugar a una nueva religión. El conocimiento científico es ese dios al que se une místicamente mucha gente culta e inteligente. Su ortodoxia es controlada de manera absolutamente inquisitorial, lo cual es consentido resignadamente, olvidándonos de que la ciencia es obra del hombre y adolece de todos los vicios y perversiones de los que el hombre pueda disfrutar: envidia, ambición, deseo de poder, arribismo, celos, codicia, pereza, etcétera.

Las Universidades, aunque a grandes rasgos cumplen su función, también se han ido convirtiendo en la casa madre del chanchullo científico. Enseñando dogmáticamente; programando largos estudios, la mayoría de cuyos conocimientos no les servirán a los alumnos para casi nada. Los docentes, sobre todo los de algunas carreras humanísticas, ofrecen excesivas plazas de estudiante, que sólo se justifican por la necesidad de conservar el propio puesto laboral del profesor; así  se crean licenciados cuyas carreras nunca ejercerán.

En las universidades se investiga. Pero con la lectura de las tesis doctorales se termina la carrera investigadora de la mayoría de los doctorandos. Sí, les engordará el currículum; y ya está. La mayoría de las tesis no suponen ningún avance. Pero cooperan a justificar la parasitación de profesores titulares al servicio de la investigación. Y a gastarse un dineral en tasas, cursos y demás trámites burocráticos.

Incluso en el mundo del petardeo televisivo se han metido a sacar tajada de la investigación. Siguiendo el ejemplo de algunas asociaciones de lucha contra enfermedades, se pide limosna en nombre de los afectados. Afortunadamente hoy en España, ningún afectado ni de cáncer ni de ninguna otra enfermedad, necesita pedir limosna por el hecho de padecerlas. Ni debe tolerar que nadie pida limosna en su nombre. Porque falta ver qué espabilado se lleva la pasta, y qué provecho sacamos de sus investigaciones.

Y uno de los últimos inventos en el ámbito del conocimiento en Salud dedicado al tejemaneje investigador son las llamadas Fundaciones para la Investigación aparecidas en los hospitales. Sabemos que en España, salvo dignas excepciones, las “fundaciones” (de cualquier tipo) provocan una absoluta falta de confianza por parte del ciudadano. Muchas de ellas, disimulado bajo fines altruistas, perpetran actividades de moralidad confusa. Tales como la expoliación de personas (becarios) o depredaciones económicas (la mordida comercial).

Llegas a la Fundación de un hospital preguntando con ilusión por la manera de obtener ayuda para desarrollar tus ideas. Si tienes edad y experiencia, crees que puedes aportar nuevos conocimientos al desarrollo de tu ciencia. Te reciben, pero cuando se dan cuenta de que a lo que vas es a pedir, te acaban convenciendo de que eres un verdadero iluso, que allí a lo que se va es a dar y si no tienes nada que dar, no molestes más. Cuando solicitas ayudas por escrito, te contestan muy amablemente, eso sí, pero te hacen pasar por una infinidad de trámites burocráticos y de superortodoxia casi insalvables.

A pesar de los recortes, en muchas fundaciones chupan del bote numerosos enchufados. Proyectan carísimas obras destinadas a sus sedes. Y se llevan un elevado porcentaje de las becas obtenidas. Cobran por las ayudas proporcionadas a los trabajadores sanitarios en actividades que la mayoría de los profesionales realizan de forma no remunerada (publicaciones, estadísticas, traducciones, etcétera). Y todo ello, en esta época de crisis.

El colegio cardenalicio de esas instituciones está constituido por los jefes de los servicios, muchos de los actuales procedentes del licencioso mundo político. Y tienen hasta un tribunal del santo oficio: el comité de ética. Comité compuesto por pretenciosos garantes de la ortodoxia. Pero ¿qué se han creído? ¿qué ética les da derecho a juzgar la ética los demás?

La única manera de hacer verdadera ciencia ha sido siempre de forma libre e independiente. Tal como lo hizo aquel empleado de una oficina de patentes de Berna que él solito, con poco más de 20 años de edad, publicó a principios del pasado siglo la teoría que revolucionó el conocimiento del universo. Lo consiguió tras haberse rechazado la publicación del manuscrito, en primera intención, por la ortodoxia de una revista de la época a la que Einstein había enviado el original.

Y es que el autoritarismo científico ha sido desde siempre hasta hoy la mayor lacra que ha tenido que sufrir la ciencia y el mayor impedimento para el desarrollo de la misma. Y, por tanto, para el desarrollo de la humanidad.

Para hacer ciencia hay que ser capaz no sólo de enfrentarse valientemente a cualquier ortodoxia y al orden intelectual establecido, sino también de destruirlo. Así se comportó Galileo (con el orden aristotélico), también Newton, o Einstein (con la física newtoniana) y otros muchos. Así lo hizo Miguelón de Atapuerca, y si no hubiera sido de esa manera, seguiríamos siendo todos atapuercensis ¡y menuda la pinta que se nos hubiera quedado para siempre!

Así que si conservamos algún interés científico, es necesario que no toleremos pedantones al vuelo que quieran monopolizar la investigación para que, sin ninguna vocación científica, continúe su negocio. No colaboremos ni nos dejemos juzgar por entidades de finalidad tan dudosa que ni son públicas ni son privadas. Que se nutren de fondos públicos (y privados) a la vez que intentan aprovecharse particularmente del trabajador con inquietud investigadora. Deberíamos ser los que trabajadores, los que constituyéramos  entidades independientes y a nuestro servicio, dirigidas por y para aquellos a los que les guste investigar.

No seamos pesimistas. Todo aquel que sea capaz de contribuir al avance del saber, por pequeña que sea su contribución, deberá ser absolutamente optimista. Reconozcamos que tanto en la universidad, como en los hospitales y sus fundaciones, e incluso entre las ONGs, hay gente inteligente, con humildad científica y capaz de seguir trabajando por el progreso. A esos debemos arrimarnos, y en ellos apoyarnos. Porque, a pesar de todo, el mundo (y la ciencia) se mueve, y seguirá moviéndose, yendo hacia adelante.


Olvidémonos de los truhanes del saber. Hace unos años, la Iglesia católica ya pidió perdón por los desmanes que contra la ciencia perpetraron sus antiguos gerifaltes. Esperemos que algún día se disculpen éstos, genuinos representantes de la picaresca.

6 comentarios:

  1. Muy bueno. Lo voy a difundir entre mis amigos y colegas. Un saludo

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  2. Cristo no dijo: "La Verdad no es de este mundo", sino "Mi Reino no es de este Mundo". Y sí, somos capaces de conocer la verdad, pero nos vamos llenando de mentira y al final no la reconocemos.

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    1. Es cierto que dijo “mi Reino no es de este mundo”. Pero como también dijo que “yo soy la Verdad…”, pues deduzco que quería pensar que la Verdad no es algo de este mundo.
      Es algo parecido a lo que dijeron diversos filósofos a lo largo de la historia: a la Verdad nos podemos aproximar, pero nunca llegaremos a ella.
      Por ello, debemos apartar el dogmatismo, la certeza. Y, tal como tú dices, no llenarnos de mentiras a costa de la Verdad.

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