Regiones españolas con posibilidades
de desarrollo recibieron, en épocas de carestía, a gentes de otros pueblos.
Vascongadas, Cataluña o Valencia, acogieron a trabajadores procedentes de zonas
en las que el caciquismo miserable había convertido sus tierras en ácimas.
Allí, para defenderse del abuso de los “amos” se inventaron la picaresca, pero
cuando pudieron se largaron. El típico rechazo inicial al forastero denominó a
estas gentes como “maquetos”, “charnegos” o “churros”. Sin embargo, con el
tiempo dejaron de ser catalogados con esos motes despectivos, integrándose casi
todos en la sociedad.
A veces, algún foráneo llegado del
interior, ya totalmente incluido en su pueblo de acogida, consigue llegar a
puestos de mando y responsabilidad. Y, comportándose como un churro malaído,
intenta implantar aquellas atávicas costumbres que llevaron la miseria a su
tierra. No saben que en los pueblos hospitalarios, las relaciones sociales se
basan en la lealtad. Que los contratos agrícolas siempre se sellaron con la
palabra. En sitios como Valencia, el Tribunal de las Aguas nunca puso sus sentencias por escrito, y se
cumplieron.
El churro que se dedica al engaño y a la
picaresca desde su atalaya, cuando tropieza con alguien que mantiene el espíritu
del labriego tradicional, es despreciado, y se le pone en evidencia. Y si el interfecto
no fuera un ignorante, sabría que los faltos de lealtad, acaban aniquilados
socialmente.
En la actualidad, se aplican políticas de “solidaridad” a la acogida de emigrantes extranjeros, con un exceso de tolerancia a los que no se quieren adaptar a nuestras costumbres. Lo cual también está generando graves problemas de convivencia.
En la actualidad, se aplican políticas de “solidaridad” a la acogida de emigrantes extranjeros, con un exceso de tolerancia a los que no se quieren adaptar a nuestras costumbres. Lo cual también está generando graves problemas de convivencia.
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