Me
invitan a comer a un restaurante moderno. Es de los de comida de diseño,
aunque no me entero hasta llegar. Sitios glorificados por los de las ruedas
de coche. Me dicen que el cocinero ha sido laureado con algunas estrellas
neumáticas.
Entramos.
Nos retiran los abrigos y los esconden, seguramente para evitar que nos dé por escaparnos
sin avisar. Estamos en el sótano de una vieja casona,
restaurado, de estilo que llaman ecléctico: columnas, paredes limpias
y, al medio, restos de muro del antiguo Circo Máximo. Con tal estructura el
sonido reverbera y al poco todo el mundo está atarantado.
Una de
las fantasías
que siempre soñé realizar es la de acudir a algún famoso restaurante de los de autor,
despreciar sus creativas cuchapandas, e irme sin pagar. No trago
a esos guisanderos que creen ofrecer arte cuando lo que pedimos los
parroquianos es artesanía y cuya intención única del cambio es el sobreprecio.
O sea, que son unos estafadores.
Comienza
el espectáculo.
Los prolegómenos consisten en un pan de fabricación propia que está
delicioso, y en un aceite de oliva arbequina de la Sierra de Mariola que es
exquisito. La cosa comienza demasiado bien. Me van a fastidiar la gamberrada.
Toca
elegir el vino. Yo soy partidario de que en el restaurante, el que elije
el vino lo paga. Así evitamos que algún cretino gorrón nos desequilibre
la factura. En esta ocasión el anfitrión es un compañero comercial
que pagará con su Visa. Nos invita porque es amigo. Y porque con nuestro trabajo consigue
negocio.
Ello me libera del compromiso de comportamiento. La gamberrada
seguirá adelante. Así que el vino, que ayudará, lo elige quien convida que como
buen
entendido acierta. Ya tenemos el todo de la dieta mediterránea: pan,
aceite y vino.
Y comienza
la función.
La presenta un jovenzuelo melifluo que viene cargado de un potito
multicolor. Nos canta su composición: Bollit Valencià deconstruido. Lo
probamos, sabe a demonios. Comparar esa gorrinada con la magnífica mezcla de
verduras y hortalizas que constituye el Hervido Valenciano el cual ha
proporcionado una cena saludable a tantos paisanos desde tiempo inmemorial es
un atentado
contra su dignidad culinaria. Yo no sigo con él. Vuelve entero a la
cocina (o al reciclaje, quien sabe). Le damos al pan con aceite. Regamos
con el vino.
A
continuación nos van a presentar frutos marinos. El melifluo canta
que se trata de navajas con espuma de no sé qué. Lo del plural
es porque hay una para cada uno, no hay que compartirlas. La espuma consiste
en un escupitajo parecido a esputos descritos en tratados de
semiología respiratoria. El aspecto es asqueroso. Yo ni lo toco. Me como otra rosca
con aceite y le doy al vino.
Tras
la navaja viene otro producto del mar. Nos aportan una ostra cruda pelada y aderezada
con pequeños floripondios y fragmentos de césped. Manipulados con manos
de cocinero liberadoras de flora bacteriana, esa que recientes
investigaciones le asignan papel en el control de la saciedad. Nunca me
gustaron las ostras, mocos compactos de sabor salobre.
Percibido por el anfitrión, me la captura y se la engulle tal como una beata
haría con su hostia de la comunión diaria. El artista pensará que la comí yo. Pero no: sigo a pan, aceite y vino.
El
siguiente acto cambia de presentador. Ahora una joven nos
trae nueva composición. Un huevo escalfado al que tras
rebozarlo lo han frito superficialmente. Es una compostura antigua, de las
exquisiteces de la abuela. Prácticamente lo único comestible de todo el
banquete. Lo gozamos mojándole pan. Nos descorchan otra botella de vino.
Continúa
la sesión con lo típico del país: el arroz. Sacan un platillo
de los del juego de café rellenado de algo que cantaron como arroz
de caracoles. Pero nos explican que está guisado con los hierbajos
que comen los caracoles, no es que lleve los bichos. Tiene un sabor
áspero, raro, desagradable. Así que una vez catado, continuamos sucando
pan en el aceite y bebiendo vino.
De
nuevo nos predican (no me acuerdo si el melifluo o la joven) lo que viene: es
algo similar a besugo. Presentan dos dados de un atúnido crudo tal como lo sirven
en los restaurantes japoneses para esnobs. A nadie le gusta.
Lo dejamos para los gatos. Nos terminamos el pan, y no lo reponen. Con el vino ya
hemos conseguido el equilibrio inestable (inestable, pero aun equilibrado).
La penúltima
degustación, antes del postre, consiste en un pedazo de carne pequeño e insulso. No
conseguimos averiguar de qué animal se extrajo. Tampoco pudimos
oír la composición que nos recitó el servicio. Estamos mareados, más por el guirigay
del local que por el vino. Ahí se queda. Ya no hay pan ni aceite. Le damos al
vino a palo seco.
Se
cierra la sesión con dos pequeñas porciones de algo gomoso que hará de postre.
Ni lo pruebo.
No
pedimos café. Queremos irnos ya. Son casi las seis de la tarde. Solicitamos la
cuenta. La trae el artista en persona. Carísimo.
Nos tantea
de cómo hemos comido. Decimos que estupendamente, yo también. Mí único interés
está en largarme de allí para no volver jamás. Pero el artista no
se conforma. Inquiere por quién ha sido el osado
que despreció sus soberbias creaciones (más o menos lo dice así). Yo me siento provocado,
y hambriento y desinhibido como estaba gracias al vino, entro al
trapo. Le explico lo que me ha parecido lo del potito, los escupitajos
de las navajas, las guarradas de los floripondios, y el asqueroso
sabor de la mayoría de sus creaciones. El artista me tacha de retrógrado,
me sugiere que cuando salga a comer vaya a un merendero en los que den paella
o a un asador a zamparme un cochinillo (¡vaya petulancia!
comparar esas maravillas gastronómicas con su arte). Yo le respondo que
soy de mente abierta, pero eso no implica que me deba tragar cualquier
cosa. Que si quiere hacer experimentos, que comience con su
padre, y que luego, a un buen precio (que me abonaría él a
mí, pues como puede comprobar soy un examinador detallista) le haría una
magnífica crítica. Así evitaría servir asquerosidades a sus
clientes. Al final cobra, se calla y se va. No sé si aplicando el principio de
que el
cliente siempre tiene razón o porque ya me ha dejado por imposible.
A esta
altura de la tarde, algunos de mis compañeros de mesa se han cabreado.
Dicen que me gusta armar numeritos. Yo les digo que ellos fueron
los que me llevaron allí, a comer pan con aceite.
Aunque
no lo creáis, tal cual pasó os lo cuento.