Sí, está de moda: hay que contar intimidades. Así lo hacen los petardos televisivos en sus programas de cotilleo, a cambio de altas sumas de dinero. Pero no, no es de eso de lo que va esta copla. Aunque, para no defraudar, si que intentaremos ponerle algo de morbo.
En la primera mocedad, a mediados de los sesenta, me enviaron a un colegio de pago en el que te amaestraban según la época. Allí, se impartía una clase sobre lo que hoy llamaríamos temas transversales, en las que un clérigo nos platicaba sobre un problemático asunto que, según decía, solía acuciar a todos los mozalbetes. Ese asunto, se podía resolver rotundamente, según él, aplicando algo llamado la virtud de la castidad.
Afortunadamente ocurría que, como se nos hablaba con tanto subterfugio, en ese momento casi nadie entendía ni cuál era el susodicho asunto, ni tampoco en qué consistía la llamada castidad. Para colmo, el conferenciante se jactaba de haber hecho juramento solemne (voto) de evitación del problema, por lo que a él no le afectaba desde antiguo. Así que también nos era raro que nos diera tabarra, siendo que sobre él no repercutía la cuestión.
El caso es que, tal como nos hacían creer, la cosa debía de ser grave, ya que conllevaba terribles consecuencias. No sólo psicológicas, sino también somáticas: Además de que podía acarrear la ceguera, en situaciones extremas podía provocar que nos quedásemos sin la médula. Lo que no teníamos claro era si íbamos a perder la médula ósea o la espinal. Porque gracias a las lecciones de ciencias naturales, ya conocíamos la existencia de las dos.
Tras unos años de pertenencia al pelotón de los torpes, fui expulsado del colegio de pago. Yendo a parar a una academia que recogía a todo tipo de estudiantes de desecho. El alumnado era mixto, muy progre para la época, y constituido por una mayoría de golfos y vividores de ambos sexos, todos repudiados por los diversos colegios de pago del barrio. Vamos, que el ambiente era excelente. Acabé convirtiéndome en el primero de la clase (ya se sabe, en el país de los ciegos…). Había chicas, y había unos tipos extravagantes (dos de ellos, son hoy artistas de reconocida fama internacional).
Viviendo ese ambiente, y fuera de la influencia clerical, vino la revolución endocrina causante de la adolescencia, y que se asocia al advenimiento del sexo. En aquella época no actuaban, tal como hoy, morbosos expertos subvencionados empeñados en transmitir a los chavales sus técnicas y vicios. Sólo contábamos con el intento instructor del clérigo, teniendo que descubrir el asunto por nosotros, lo cual no dejaba de ser uno de sus principales atractivos. Únicamente habíamos sido informados de las consecuencias reproductivas, pero nada más.
Conociendo ya qué era aquello de ponerse en celo, el proyecto vital de casi toda la juventud de la época respecto al tema tenía dos vertientes. Por un lado, deseábamos convertirnos en unos verdaderos libidinosos, en unos sátiros insaciables. Pero además, teníamos la ilusión llegar a ser auténticos pervertidos sexuales, o sea, ser capaces de explorar esos campos prohibidos durante aquel tiempo.
Todas las funciones corporales respondían divinamente a edades juveniles. Pero la capacidad sexual masculina no tiene referencias, porque el hombre no comenta sus hazañas, las alucina. Hacemos como con las fichas del parchís, metemos una y contamos veinte. Y eso está bien: el sexo es la tarea corporal más privada después de la defecación (salvo algún impúdico capaz de soltar discursos desde el trono, casi todos cagamos en solitario). Así que no era factible cotejar potencias. Por ello estábamos seguros de llegar a ser maniacos sexuales. Y también de que eso duraría para el resto de la vida.
En aquella época de fomento de la represión, lo de convertirse en un pervertido del sexo sí que era fácil. Se nos había explicado que cualquier actitud al respecto, fuera lo que fuera, era notablemente perversa. Así que comenzar practicando el amor libre como cualquier hippie, ir degenerando progresivamente, y llegar al cabo de los años convertido en un viejo verde, era el propósito que nos provocaba su adecuada dosis de morbo.
La juventud se va dejando atrás con el tiempo. Mientras consumimos etapas, las funciones del cuerpo se adaptan a su momento. Unas mejoran en cantidad, tal como las intelectuales, y otras se superan en calidad, tal como las físicas. Entre estas últimas se encuentra, sin duda, la sexualidad. Que con los años pasa de tener un destino eminentemente reproductor, a ser el gesto de adhesión más trascendente respecto de la pareja.
Llegamos a la madurez con la energía adaptada a los años y a sus circunstancias, con su correspondiente mengua que permite vivir en paz con el propio cuerpo. Pues eso, no funcionar a los sesenta exactamente igual que a los veinte, resulta que no es lo que manda la naturaleza. Es, ni más ni menos que una enfermedad, la llamada DISFUNCIÓN ERECTIL. Pero tranquilos, la dolencia, además de nombre nos proporciona numerosos especialistas, dispuestos a curarnos médica y psicológicamente. Y la industria, siempre tan oportuna, ya fabrica unas píldoras que, a un altísimo precio, nos transforma en veinteañeros.
Aquel sueño que comenzó con el deseo de llegar a ser maniacos del sexo ha desembocado en convertirnos en enfermos. Enfermedad que sólo paliaremos pasando por cualquier farmacia a comprar las correspondientes dosis de PIUAGRA. Potingue medicamentoso, que además de peligrosos efectos secundarios cardiovasculares, también puede provocar ceguera. Mira por donde, ya estamos otra vez con las profecías del clérigo.
Pero ahí no acaba la cosa. Va y resulta que, si lo que te pasa es completamente lo contrario, si a una edad avanzada sigues manteniendo los bríos eróticos, pues también estás enfermo. En ese caso, lo que padeces es algo llamado ADICCIÓN AL SEXO. Por supuesto, con su correspondiente tratamiento. Con ese lío yo quisiera saber si mi incapacidad de batir los record natatorios de mi mocedad es debido a una enfermedad reumática; o en caso de poder batirlos, sería por una extraña hiperactividad senil. Y si mi imposibilidad actual de zamparme quince bocadillos de una sentada, animalada que practicaba ocasionalmente en mis años jóvenes, será debida a una insuficiencia digestiva grave que requiera remedio. ¡Vaya cacau, con todo esto! ¿No?
Analicemos ahora nuestro empeño de llegar a ser un vicioso. Pues tampoco se puede. Resulta que hoy, todas las actitudes sexuales, salvo las abusivas, han alcanzado el criterio de absoluta normalidad. Indiscutiblemente, es una gran aportación a la libertad del individuo considerar que cada cual pueda arrejuntarse con quien quiera y utilizar su entrepierna como le dé la gana. Pero eso de que todo, todo, esté bien visto, además de un ataque directo a la industria médica, se ha llevado al traste nuestras ilusiones ¿por qué será?
Si a mí, en un momento dado, y libremente, se me ocurriera convertirme en Napoleón, me llevarían a disfrutar de unas vacaciones en una planta de Psiquiatría. Pero, ¿y si decido convertirme en la señora Thatcher? Pues eso no se arregla con unas pastillitas relajantes. Eso sería que la naturaleza se habría equivocado con mi cuerpo. Necesitaría una serie de carísimas intervenciones quirúrgicas, con rebanamiento de las ingles incluido, que me convertirían en una cumplida Dama de Hierro (con este ejemplo, seguramente, me dejarían conservar los cojones). Todo lo cual no deja de ser discriminatorio, porque ellas, cuando se untan de testosterona, sí que se acaban convirtiendo en Napoleones, y hay que tragárselo.
Yo siempre estuve convencido de que la naturaleza debería haberme premiado con el físico de Paul Newman (en sus buenos tiempos), adornado con un colgante de la magnitud del de Rocco Siffredi. Pero, ya de pequeño fui un niño obeso, al que hoy sin duda habrían calificado de enfermo; afortunadamente, el sobrepeso se convirtió en estatura tras el cambio puberal; y acabé logrando un cuerpo vulgarmente normal en todos sus aspectos. Por eso me pregunto: ¿será que se ha equivocado la naturaleza? ¿O será una enfermedad? ¿Necesitaré pastillitas? ¿Me opero? ¿Me conformo? ¿Seré normal? ¿Qué hago?
El Libro Gordo en el que estudiábamos medicina allá por los setenta, nos refería que la presión arterial sistólica aceptable era un uno seguido de la edad (180 a los 80 años). Y, las cifras normales de colesterol eran de hasta 300 mg/100ml. En la actualidad se han rebajado ambos valores en un treinta por cien, convirtiendo a una gran parte de la población en hipertensos y dislipémicos siendo obligados a consumir diversos fármacos, o a tragarse esos alimentos medicalizados anunciados por reconocidos charlatanes en spot televisivos. Desde luego, yo no estoy en condiciones de discutir cuáles serían más fisiológicas, las cifras actuales o las pasadas. Pero mosquea.
De momento, no se le ha ocurrido a nadie declarar a la pubertad como enfermedad. Sin embargo, una de las épocas de mayor esplendor en toda mujer, como es la del climaterio, va y resulta que es una anormalidad, que requiere tratamientos ofrecidos en las consultas privadas (y públicas) de los correspondientes especialistas. Y ello sin que patalee ninguna de esas integristas del Feminismo tan en boga, esas que reivindican que tener un embrión en sus entrañas es algo similar a que les salga un grano en el culo.
Con la moderna monserga del genoma se está vendiendo un riesgo genético de dudosa evidencia. Ello encamina hacia el quirófano a confiados ciudadanos para extirparse los órganos cuyo ADN les predice que van a matarles próximamente. O a tomarse fármacos que les prevengan de sus futuras malaltías. El negocio es redondo: aplicar la industria médica al individuo sano, que siempre será más abundante que el enfermo.
Otras recientes innovaciones son las llamadas gripe del pájaro y gripe del gorrino. Entre las dos no han matado ni a mil personas en toda su historia. Cuatro gatos, cuatro respetables gatos, comparados con la gente que mata la gripe vulgar cada año. Y nada, comparados con los millones que se llevan por delante la tuberculosis, el paludismo o el sida en los países pobres. Pero los gobiernos de los países ricos se gastaron cantidades ingentes de dinero en fármacos que nos defendieran de la infestación aviar o porcina, fármacos que acabaron en la basura.
Toda la ciencia, y sus técnicas derivadas (tal como es la medicina) forman parte de la economía de mercado, con sus mismos vicios, incluida la codicia. Eso ha generado el advenimiento de nuevos y caros tratamientos médicos, para los que se han inventado sus correspondientes enfermedades, algunas de dudoso fundamento.
La historia de Goebbels fue un juego de niños comparada con los manejos de los gabinetes de ingeniería de la conducta (vaya nombrecito) vinculados a algunos de los departamentos de marketing de las compañías. Sus técnicas neonazis consiguen dominar el comportamiento de muchos facultativos. Les dirigen su sentido crítico, participando en la edición de las revistas médicas. Hasta han cambiado el método científico, validando esa jilipollez llamada Medicina Basada en la Evidencia, en la que se intenta que las decisiones partan del dato, sin pasar por la teoría (que en medicina se llama fisiopatología), táctica que tiene un calado intelectual al nivel de las majaderías de Belén Esteban.
El médico (salvo alguna oveja negra) es un profesional serio y responsable. Pero el tinglado está tan bien organizado que los mejores, los más serios y más responsables, los que más conocimientos adquieren para poderlos aplicar a la cura de sus pacientes, son los que acaban siendo más dirigidos. Luego, son ungidos como líderes de opinión, y secundados por el resto de la profesión, gracias a congresos y reuniones financiados en casi su totalidad por la industria. Para colmo, el sistema se completa aleccionando a los mismos médicos para perseguir y descalificar a cualquiera de sus compañeros disidentes. Lo hacen a través de comisiones y comités, también tejemanejeados por las empresas.
En esta época manda el llamado capitalismo globalizador, eso que siempre se designó como imperialismo. Ahora la guerra no es rentable: los conflictos duran poco, y para cargársenos a todos en un periquete sólo se necesitaría fabricar unas escasas bombas. Los tiburones siempre han preferido los negocios en los que se nos sacrifique poco a poco y hoy, lo más rentable al respecto, es el comercio de la Salud. Por ello el médico, cualquiera que sea su especialidad, debe estar vigilante y preparado, aunque sin paranoias, para agudizar su criterio y distinguir lo que es Medicina (reconociendo que tambien mucha buena medicina viene a través de la industria) de lo que pudiera ser un sucio negocio.
Recomendaba yo a uno de mis pacientes (de 84 años) al que acababa de operar de una hernia, que evitara esfuerzos que pudieran resentir la herida. Inmediatamente terció su mujer, de aproximadamente la misma edad, para sugerirme que le prohibiera al marido que “le montara”. Yo les dije que con esa edad, y recién operado, el que siguieran con ganas de montarse, además de un éxito de la cirugía, era también un triunfo de la vida. Así que guardé sus datos, y ahora hay una placa conmemorativa en su honor junto a mis diplomas. Pero, si no estamos vigilantes, eso que hacen podría costarles un diagnóstico de cualquier rarísima dolencia necesitando un caro tratamiento.
Nada más. Espero que os haya gustado este rollo.
Felicidades maestro.
ResponderEliminarDices verdades como templos.
Queremos más.
un abrazo
Hola,
ResponderEliminar¡¡¡ Me has alegrado la mañana !!!!!. Seguiré tu blog atentamente...
UN beso,
Genial; el párrafo de la medicina basada en la evidencia fantástico. No sé si conoces este árticulo: "Parachute use to prevent death and major trauma related to gravitational challenge: systematic review of randomised controlled trials" de Gordon C S Smith, Jill P Pell.
ResponderEliminarTienes razón, te ha quedado un post algo largo,la verdad, pero está escrito con tanta gracia y acierto que no cuesta nada leerlo. Seguiré visitando el blog. Gracias compañero
Querido amigo: Gracias por tu ingenio,honestidad y desenfado al relatar hechos con toda la objetividad de cada etapa de la vida,ese tono personal me encanta,le das un cariz a las cosas que me gusta.
ResponderEliminarVicente Genial !!!
ResponderEliminarLa verdad es que se te da muy bien escribir.....me tienes alucinada.
Un abrazol!