La Verdad, esa herramienta
que utilizamos para explicar los hechos,
fue controlada desde la antigüedad y durante centurias a través de la religión.
En el siglo XVII (hace nada), la Santa Inquisición
seguía encargándose en Europa de garantizar la ortodoxia. El tribunal
del Santo Oficio juzgaba y
condenaba a todo aquel que se salía del orden.
En ese contexto,
para salvarse de la quema, Galileo
Galilei tuvo que
renunciar a sus creencias ante el susodicho tribunal. Lo hizo de forma oficial,
pero él siguió creyendo en el heliocentrismo.
Pronunció su famosa frase: “…y
sin embargo, se mueve” (la
tierra alrededor del sol, y no a la inversa).
Este hecho será
cierto o leyenda. Pero lo que está claro es que el pronunciamiento de la frase
representa simbólicamente el punto de inflexión en que el monopolio de la Verdad comenzó a dejar de ser
patrimonio de la Religión y, poco a poco, fue pasando a ser
dominio de la Ciencia (al menos en Occidente).
Se dijo aquello
de que la verdad es la
verdad dígala Agamenón o su porquero. Lo decía Juan de Mairena,
apócrifo de Antonio Machado (aunque el porquero no se quedó muy
conforme). Seguramente el porquero pensaba que la Verdad, más que ser algo
sagrado, es la vía que ha servido demasiadas veces para que los unos puedan
controlar y oprimir a los otros.
Por eso en los
últimos tiempos, la humanidad se ha sublevado contra ese valor dogmático de la Verdad. Aparecen
corrientes que consideran su significado de forma relativa, que cualquier Verdad podría ser aceptada. Dicen algunos adoradores de la
ortodoxia que ese lío (llamado Relativismo),
eso de que una idea pueda ser tan cierta como sus contrarias, está llevando a
que la civilización occidental no sepa a qué atenerse, a una pérdida de sus
valores y de rumbo. Y no faltan críticos a tal situación, el más conocido de
ellos es Ratzinger
al que habría que recordarle que el primer
relativista fue aquel que
dijo aquello de que “Yo soy la verdad” o “mi
Reino no es de este mundo” (vamos,
que la Verdad no es de este mundo), y que acabó creando el puesto que
ocupó el mismísimo Ratzinger.
Pero, a pesar de
la liberalización de la Verdad universal, la Verdad científica sigue inamovible. Curiosamente,
en nuestra época en la que nadie cree en Dios ni en las iglesias, ni creemos en
el Estado ni en la política, ahora que no creemos en casi nada, que somos todos
agnósticos y ácratas, pues resulta que las verdades
de la ciencia nos las
creemos a pies juntillas, sin rechistar.
No nos cabe duda
de que la ciencia,
y su derivada la técnica,
son la obra humana que mayormente ha contribuido al progreso y bienestar de la
humanidad. Pero la adoración
a la ciencia ha dado lugar a una nueva religión. El conocimiento científico es ese dios al que se une místicamente mucha gente
culta e inteligente. Su ortodoxia es controlada de manera absolutamente
inquisitorial, lo cual es consentido resignadamente, olvidándonos de que la
ciencia es obra del hombre y adolece de todos los vicios y perversiones de los que el hombre pueda disfrutar:
envidia, ambición, deseo de poder, arribismo, celos, codicia, pereza, etcétera.
Las Universidades, aunque a
grandes rasgos cumplen su función, también se han ido convirtiendo en la casa
madre del chanchullo
científico. Enseñando dogmáticamente; programando largos estudios, la
mayoría de cuyos conocimientos no les servirán a los alumnos para casi nada.
Los docentes, sobre todo los de algunas carreras humanísticas, ofrecen
excesivas plazas de estudiante, que sólo se justifican por la necesidad de
conservar el propio puesto laboral del profesor; así se crean licenciados cuyas
carreras nunca ejercerán.
En las
universidades se investiga.
Pero con la lectura de las tesis doctorales se termina la carrera investigadora de la mayoría
de los doctorandos. Sí, les engordará el currículum; y ya está. La mayoría de
las tesis no suponen ningún avance. Pero cooperan a justificar la parasitación de profesores titulares al
servicio de la investigación.
Y a gastarse un dineral en tasas, cursos y demás trámites
burocráticos.
Incluso en el
mundo del petardeo televisivo se han metido a sacar tajada de la investigación. Siguiendo
el ejemplo de algunas asociaciones
de lucha contra enfermedades, se pide limosna en nombre de los afectados.
Afortunadamente hoy en España, ningún afectado ni de cáncer ni de ninguna otra
enfermedad, necesita pedir limosna por el hecho de padecerlas. Ni debe tolerar que nadie pida limosna en su nombre.
Porque falta ver qué espabilado se lleva la pasta, y qué provecho sacamos de sus investigaciones.
Y uno de los
últimos inventos en el ámbito del conocimiento
en Salud dedicado al tejemaneje investigador son las llamadas Fundaciones para la
Investigación aparecidas
en los hospitales. Sabemos que en España, salvo dignas excepciones, las “fundaciones”
(de cualquier tipo) provocan una absoluta falta de confianza por parte del
ciudadano. Muchas de ellas, disimulado bajo fines altruistas, perpetran actividades
de moralidad confusa. Tales como la expoliación de personas (becarios)
o depredaciones económicas (la mordida comercial).
Llegas a la Fundación de un hospital preguntando con ilusión
por la manera de obtener ayuda para desarrollar tus ideas. Si tienes edad y
experiencia, crees que puedes aportar nuevos conocimientos al desarrollo de tu
ciencia. Te reciben, pero cuando se dan cuenta de que a lo que vas es a pedir,
te acaban convenciendo de que eres un verdadero iluso, que allí a lo que se va es a dar
y si no tienes nada que dar, no
molestes más. Cuando solicitas ayudas por escrito, te contestan muy
amablemente, eso sí, pero te hacen pasar por una infinidad de trámites burocráticos y de superortodoxia casi insalvables.
A pesar de los
recortes, en muchas fundaciones chupan del bote numerosos enchufados. Proyectan
carísimas obras destinadas a sus sedes. Y se llevan un elevado porcentaje de
las becas obtenidas. Cobran por las ayudas proporcionadas a los trabajadores
sanitarios en actividades que la mayoría de los profesionales realizan de forma no remunerada (publicaciones, estadísticas,
traducciones, etcétera). Y todo ello, en esta época
de crisis.
El colegio
cardenalicio de esas instituciones está constituido por los jefes de los
servicios, muchos de los actuales procedentes del licencioso mundo político. Y tienen hasta un
tribunal del santo oficio: el comité de ética. Comité
compuesto por pretenciosos
garantes de la ortodoxia. Pero ¿qué se han creído? ¿qué ética les da derecho a juzgar la ética los
demás?
La única manera
de hacer verdadera ciencia ha sido siempre de forma libre e independiente. Tal
como lo hizo aquel empleado de una oficina de patentes de Berna que él solito,
con poco más de 20 años de edad, publicó a principios del pasado siglo la
teoría que revolucionó el conocimiento del universo. Lo consiguió tras haberse rechazado la publicación del manuscrito, en primera
intención, por la ortodoxia de una revista de la época a la que Einstein había
enviado el original.
Y es que el autoritarismo
científico ha sido desde siempre hasta hoy la mayor lacra que ha tenido
que sufrir la ciencia y el mayor impedimento para el desarrollo de la misma. Y,
por tanto, para el desarrollo de la humanidad.
Para hacer
ciencia hay que ser capaz no sólo de enfrentarse valientemente a cualquier ortodoxia y
al orden intelectual establecido, sino también de destruirlo. Así se
comportó Galileo (con el orden aristotélico), también Newton, o Einstein (con la física newtoniana) y otros
muchos. Así lo hizo Miguelón
de Atapuerca, y si no hubiera sido de esa manera, seguiríamos siendo
todos atapuercensis ¡y menuda
la pinta que se nos
hubiera quedado para siempre!
Así que si
conservamos algún interés científico, es necesario que no toleremos pedantones al vuelo que quieran monopolizar la
investigación para que, sin ninguna vocación científica, continúe su negocio. No colaboremos
ni nos dejemos juzgar por entidades de finalidad tan dudosa que ni son públicas
ni son privadas. Que se nutren de fondos públicos (y privados) a la vez que
intentan aprovecharse particularmente del trabajador con inquietud
investigadora. Deberíamos ser los que trabajadores, los que constituyéramos entidades independientes y a nuestro servicio,
dirigidas por y para aquellos a los que les guste investigar.
No seamos pesimistas. Todo aquel
que sea capaz de contribuir al avance del saber, por pequeña que sea su
contribución, deberá ser absolutamente optimista.
Reconozcamos que tanto en la universidad, como en los hospitales y sus
fundaciones, e incluso entre las ONGs, hay gente inteligente, con humildad científica y capaz de seguir trabajando por el progreso.
A esos debemos arrimarnos, y en ellos apoyarnos. Porque, a pesar de todo, el mundo (y la ciencia) se mueve,
y seguirá moviéndose, yendo hacia adelante.
Olvidémonos de
los truhanes del saber.
Hace unos años, la Iglesia
católica ya pidió perdón
por los desmanes que contra la ciencia perpetraron sus antiguos gerifaltes.
Esperemos que algún día se disculpen éstos, genuinos representantes de la picaresca.