Antonio y Luis llevaban algo más de un mes ingresados en la misma habitación de la sala de Medicina Interna. Estaban ambos en la septuagésima década de la vida, esa en la que la salud suele dar a los mortales un aviso traidor que les obliga a tomarla en serio para el resto de su existencia.
La cama de la ventana la ocupaba Antonio, de carácter nervioso, actitud que durante los últimos cuarenta y cinco años, había modulado con tres cajetillas del "Gran Ansiolítico", lo que acabó granjeándole un cáncer pulmonar irresecable al que medicaban con quimioterapia paliativa. Luis, ubicado en la cama de la puerta, recobraba movilidad en su parte hemipléjica recién afectada por un ictus, pero sin conseguir recuperar la plena autonomía.
Los días de coexistencia y sus rasgos e historias análogas, añadidas a la situación límite que vivían, forjaron una intensa amistad y aprecio mutuo entre Luis y Antonio. Pero todo se truncó cuando la Espada de Damocles que pendía sobre ambos se desplomó por sorpresa sobre la cabeza de Antonio. Inesperadamente, murió una mañana.
En el momento del óbito Luis se había quedado solo en la habitación pues su enfermedad le impedía moverse; decidió permanecer junto a su compañero hasta que se lo llevaran. Pidió que corrieran la cortinilla que los separaba, pero se intuía todo. Se metió unos tapones en los oídos y se cubrió la cara con las sábanas para no ver ni enterarse de nada. Percibía la muerte de Antonio como el soldado siente la muerte del compañero en la batalla, sabiendo que es algo posible en toda guerra, pero que no aceptas hasta que ataca de pleno a alguien cercano, sobre todo si le aprecias. Cavilaba acerca de su relación con Antonio; pasaron ratos agradables compartiendo anécdotas. Sus respectivas familias habían congeniado. Presumía Luis de que a su edad había conseguido todo lo que había planeado, que no temería morirse ya, pero quería vivir más. Al ver a Antonio muerto sintió miedo por primera vez durante su ingreso. Estaba conmovido por su compañero, y por él mismo.
Exitus es el eufemismo utilizado por la Medicina para manifestar su completo fracaso: la muerte. Cuando ocurre, actúa en todo hospital un protocolo de evacuación para resolver el asunto con miramiento y respeto. En aquel sitio se encargaba de todo Paco "el de los muertos", celador del obituario, experto en el tema. Paco era dicharachero pero eficaz. Exhibía un rictus de seriedad con el que escondía los efectos de las, al menos tres, copas de brandy que engullía en sus turnos para disimular la escondida amargura que le provocaba un exceso de cotidianidad con la Parca. Laura ayudaba a Paco ese día a gestionar los exitus. Laura acababa de terminar la carrera de Historias. Su proyecto era conseguir un puesto de funcionaria que le proporcionara el jornal y así dedicarse a su pasión: la investigación independiente. Era nueva en aquel trabajo interino y le tocó lo peor: ayudante de Paco. Antonio iba a ser su primer cadáver.
Laura era valiente y atrevida. Pero aquel día no se quitaba de la cabeza a su padre que había perdido hace poco. Era anciano, podía fallecer, pero tenía asumido que le duraría siempre. Notaba una no creíble sensación de orfandad, pensaba que eso de sentirse querida y protegida a cambio de nada iba a durar toda la vida. Le aparecía su padre por todos los lugares, por los rincones de casa cuando ordenaba sus papeles que le devolvían los recuerdos de la época en que sucedieron. Le torturaba una sensación de culpa extraña y sin sentido, como de ser responsable de no haber evitado la muerte de papá, y que jamás entendió cuando se la contaban los amigos que ya habían pasado por el trance. Sintió asco durante la reciente celebración de una estúpida fiesta importada cuando veía a niños disfrazados de mamarrachos y a jóvenes de asquerosos, trivializando esos sentimientos. Pero en aquellos momentos en que se dirigía a recoger a Antonio, Laura atenuaba la tristeza por el recuerdo de su padre con el deseo de que su trabajo se desarrollara con normalidad.
Paco y Laura llegaron a la sala para recoger al muerto. Paco alentaba a Laura advirtiéndole que iba a ser algo rápido, sencillo y rutinario. Mientras Paco gestionaba desde el mostrador de enfermería la burocracia del exitus, Laura, simulando tranquilidad, se dirigió a la habitación para ir adelantando. Al entrar se extrañó de que no hubiera nada preparado, incluso el gotero seguía destilando su gota. Comenzó a quitar los frenos de la cama y a arrimarla para sacar el cuerpo. Luis, al notar que le trajinaban, sin destaparse la cara, extrajo su mano por el lateral de su tapadera y enganchó de un brazo a Laura, preguntándole con una voz sepulcral debida a su boca obstruida: ¿Oiga, a mí donde me lleva? Al sentirse atrapada, y no pensando en otra explicación posible de que el cadáver le hablara que la resurrección de los muertos, Laura soltó un grito de terror, salió de la habitación a todo meter, hasta que tropezó con unos sillones estropeados que había en el pasillo, cayendo en brazos de Paco que se acercaba hacia ella. Vamos, que si no le paran y le explican que se había confundido de cama ¡aún estaría corriendo!