A
principios del siglo XVIII ocurrió un enredo de los más mundiales de la
historia: La Guerra de Sucesión Española. Europa quería quitarle hegemonía a Francia.
Como sabemos, los europeos llevamos peleándonos desde la caída de Imperio
Romano (la única unificación europea que ha existido): Carlomagno, el Sacro
Imperio, Felipe II, Napoleón, los nazis, y ahora la Alemania de la Merkel.
La
causa cardinal de la guerra de Sucesión fue el puritanismo de las reinas de
España, que se veían obligadas a preñarse únicamente de sus esposos,
consanguíneos suyos, empeorando la raza real paulatinamente (en otros países,
siempre fueron más casquivanas, mejorando los especímenes reales gracias a sus
amantes; o los sultanes que, emparejados con sus esclavas regeneraban la
especie sultanática). Así pues tras la muerte de Carlos II, el último
monstruito austriaco, nos enviaron a Felipe V, armándose un lio que afectó, no
sólo a Europa, sino también a toda América (en USA le llamaban la guerra de la
reina Ana).
Y,
dentro de esa guerra, que ni nos iba ni nos venía, aconteció la batalla de
Almansa, el 25 de abril de 1707. Allí, el embrollo histórico era mayor. Las
tropas francesas estaban comandadas por un inglés: James Fitz-James-Stuart (que
en castellano significa Jacobo Bastardo-de-Jacobo-Estuardo) duque de Berwick,
hijo del rey inglés Jacobo II, y de su amante Arabella Churchill, que era
hermana de John Churchil primer duque de Marlborough (el famoso “Mambrú” que se
fue a la guerra, de la canción; y antepasado del famoso don Winston). En
Almansa, el lio lo completaba en conde de Galway, un francés que comandaba las
tropas inglesas y austracistas.
En
aquella época, los catalanes se habían arrimado al austria, ya que cuando 50
años antes se habían arrimado a los borbones para aprovecharse de Castilla, la
cosa les había salido rana (Richelieu
les robó la mitad de su territorio: el Rosellón y la Cerdaña). Así que vinieron
a beneficiarse de los valencianos, metiéndoles en el ajo de sus intereses
(latosos catalanes, siempre aprovechándose del vecino), y caímos.
Pero
en Almansa ganaron los franceses, consolidando en España al Borbón, que nos
traía la modernidad, representada por las nuevas ideas ilustradas (¡los
borbones modernos! ¡como han cambiado los tiempos!). Se abolieron opresoras
leyes medievales. España se constituyó como Estado, consolidándose su unidad
territorial. Se abrieron vías comerciales para los territorios de la antigua corona
de Aragón (Cataluña y Valencia) con América, mejorando la industria y economía
en dichos territorios, iniciándose una prosperidad que ha durado hasta nuestros
días. Y así nos lo cuentan historiadores como Kamen, García Cortazar, e incluso
aquel falangista convertido en prócer del catalanismo llamado Joan Fuster.
Pero
el historicismo nacionalista, y la incultura de algunos valencianos
desconocedores de su historia, homenajea a las actitudes retrógradas, a los
partidarios del absolutismo imperialista de los austrias, a los reinos de
Taifas. Todos los progres tienen en su
pueblo un monumento para adorar al Maulet.
Pero
el colmo de la estupidez histórica lo representan los actuales Berwick. La
histriónica duquesa de Alba detenta ese título (porque no puede ser transmitido
por línea femenina). Y ostenta su bastardo apellido que ha transmitido a su
descendencia. Sus hijos, incluida la cursi y gangosa “bajita plateá” (tal como
la nominó su difunta ex-suegra, aquella reina del zanganerio televisivo), renunciaron
al Martínez (de Irujo). Martínez significa “hijo de Martí” (o de Martín), y la abundancia
de esos apellidos demuestra la sementalidad heredada de los que lo llevan.
Así
que la familia española que posee más psicópatas reconocidos en su árbol
genealógico (que en eso consiste el rancio abolengo de la nobleza: descender de
un criminal cuyas hazañas triunfaron en el ámbito guerrero), se queda con su
apellido que les consiguió la puta de un rey inglés.